Veinte de diciembre

DSC_0050Viaje en trenes.  El primero me dio un susto.  Me puse a leer el libro de instrucciones de la cámara que me llevo, asunto en el que se necesita toda la capacidad de concentración y no llega, y se me pasó el tiempo de espera.  Cuando me di cuenta el tren a Santiago estaba en la estación y yo en la cafetería, con la consumición sin pagar y la mochila abierta.  Había llegado con siete minutos de adelanto.  Solo fue un susto.  En Santiago me subí al Alvia que es el nuevo tren que nos lleva a Madrid en cinco horas y cuarenta minutos.  Lamenté que no tuviera enchufes para recargar baterías y que dispusiera de  una cafetería con tantas limitaciones.  En un vaso de  plástico, tamaño taza de café, me tuve que tomar la lata de Zero por la que pagué 1,90 euros.  Mas caras resultaron las galletas.  Un paquete de seis Oreo, 2,20 Euros.  Y además resultan empalagosas.  Había poco donde elegir para  matar el hambre.  En la cafetería de la estación de Santiago no toméis nunca nada.  Todo está mal.  Hasta el pan, que lo ponen descolorido.  Todo está mal y además, aprovechando que estás de paso, te cobran lo que les apetece sin tiket ni explicaciones.  Lo que pagué no coincidía con los precios que anunciaban.  Me dio pereza decirle que sumara de nuevo el precio de las consumiciones.  Me imaginé discutiendo si siete y cuatro suman once o doce con cuarenta y cinco.  Se nota que me voy para la penuria que ando muy mirado con los dineros.

Comprobado, soy un descerebrado.  Estoy de camino y no tengo ninguna dirección, ni teléfono.  Ni siquiera el nombre de la ONG en la que trabaja Javier. Solo se que la fundó  Einstein.     Me di de alta en la página del Ministerio de Asuntos Exteriores, no leerla que acojona un poco, y cuando me piden cómo ponerse en contacto conmigo, me di cuenta que no podía decirles nada.   Ya está enviado un email a Javier para que me envíe todos los datos.  Parezco un turista accidental.  Lo soy.  La razón está en que estos días debo de tener la cabeza en otra cosa, no se me ocurre otra disculpa,  y lo del viaje se va organizando un poco a su aire.  Esta misma mañana he tenido que patearme los bancos de Pontevedra para conseguir los dólares con qué pagar el visado de entrada en Etiopía.  En todas las oficinas me decían lo mismo, hay que solicitarlos un día antes, por lo menos.  En el Santander, amablemente, me dieron cincuenta por treinta y nueve euros. No les importó que no tuviera cuenta allí. Debería de haber echado cuentas.   Esa es una casa grande.  Me atendió una ejecutiva guapísima, que no se inmutó cuando le respondí que no a su pregunta de si era cliente.  En el BBVA un cajero triste y mal encarado me dijo que no tenían y que además estaba prohibido darlos.  Ni le expliqué que estaba dispuesto a cambiarlos por euros, en el porcentaje que le pareciera bien.  Para qué..  Miré mi reflejo en la puerta de salida y me vi bien.  Di por sentado que su cabreo no iba conmigo.  Pero a lo mejor si, a mucha gente le enfada que le pidan cosas que no pueden dar.

He seguido leyendo algo sobre Etiopía, documentándome un poquito.  Bueno lo suficiente para no preguntar por Haile Selassie.  Ah! Si. Me dijo un camarero jubilado de Santiago con el que me encontré en la estación. El hijoputa aquel que había dado un fiestón de la ostia mientras se iban muriendo de hambre los súbditos, hasta quinientos mil la palmaron entonces.  Y te acuerdas, le dije piropeándole su memoria.  En el 74 – siguió diciendo-  cayó el hijoputa , el Ras Tafari Makonnen,  el Mesías Negro, hay que joderse;  por eso a mi nunca me gustó Bob Marley.  Y tu qué eras, camarero en la Facultad de Historia? le pregunté. Que che dean, me dijo.  Y se marchó.  Me quedé acojonado.  Fue entonces cuando le pedí la cuenta a la chica del bar de la estación.  Avisaban que estaba abierto el chequeo de acceso al tren de Madrid.

Cinco horas y cuarenta minutos después, en Chamartín me tocó un taxista que no escuchaba la Cope y quedé con él para mañana, para que me acerque a la terminal uno de Barajas.  Hace usted bien, me dijo.  Mañana hay huelga de transportes públicos. Intercambiamos los móviles y me fui a cenar con David.

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